La grieta




Dibujo digital (serie) 
y texto

2024





Escribir no supone una inmersión en la escena misma, sino
justo lo contrario, un desprendimiento de ella.

Geoff Dyer


Desprenderse de la realidad, ¿acaso existe otra forma de habitarla? No existe la no-imagen de esta, y lo real es algo tan distinto. Caí en cuenta de ello 11 años después de su muerte –evento tan inesperado como (in)necesario– un día en que experimenté algo que he descrito como “una visión”, a falta de conocimiento de una palabra que represente esas imágenes que, de la nada y estando en una situación y contexto x, muy lejano y distinto de lo que estas muestran, aparecen tan claramente como si las viésemos “de verdad”; como si estuviésemos en ellas, ahí mismo. Esta visión era la de una grieta, o más bien de una superficie (un suelo, la tierra) dividida por una gran trizadura, una densa y negrísima oscuridad se veía a través de ella. Una oscuridad que me llamaba, que me decía que todos mis intentos por parchar o atravesarla han sido y serán por siempre inútiles, porque obedecer al llamado de la oscuridad es a lo que siempre voy a tener que volver. No hay escapatoria. Por eso, no es de la nada que tuve esta visión, que estas imágenes aparecen. El otro día se lo comenté a una amiga y ella me confió que una vez le pasó algo similar, pero la imagen que ella vio fue la de un socavón.

La escritura ha sido mi parche, mi puente y mi medio para saltar o moverme sobre la grieta, la única manera que he sabido de rondarla, de asomarme sin ingresar en ella. Escribir es decidir, es dar forma, es armar definiciones de todo aquello que puede digerir un alma, porque una sola alma y forma de vida no puede todo. La mía, por ejemplo, sólo puede aquello que es capaz de poner en palabras; en ese restringido conjunto de formas que llamamos letras, lenguaje escrito. Pero hace unos meses recordé que cuando niña me encantaba leer en voz alta frente a otres, y entonces que algo me pasa con la voz, con el sonido, con esa otra forma del lenguaje, de escritura y de lectura que no necesita de la vista, que puede leerse en la oscuridad. Mi mamá también escribía harto. Para los cumpleaños nos escribíamos cartas de felicitaciones y buenos deseos –mi tesoro más preciado es la que me escribió cuando cumplí 19 años–, y en la última navidad que pasamos juntas nos regalamos mutuamente y sin planearlo, un cuaderno para escribir. El suyo lo ocupé yo, con toda la pena que significaba estar escribiendo en las páginas que yo misma había elegido para que fuesen llenadas por ella.

Anoche, en una conversación de amigas de esas que compensan varias sesiones de terapia, una vez más hablé de la diferencia entre miedo e intuición. El miedo, me dijo mi amiga, no remueve, porque es algo conocido. “Solo tenemos miedo a lo que ya hemos vivido”, recordé que leí no me acuerdo dónde; mientras la intuición, que es un atrevimiento a lo desconocido, genera nerviosismo porque es el arrojo a lo nuevo. La grieta me llama desde la intuición. Con toda la emoción e indefinición del mundo me acerco a ella y busco saber qué hay ahí, sorprenderme con lo que encuentre, escuchar los ecos que la habitan para saber que ya los había oído antes, y–eventualmente–transformar esa oscuridad en un lugar seguro dentro de mí, más allá de estas páginas y de estas y todas las palabras. Porque a veces estas no alcanzan, y otras veces están de más.





El lenguaje constituye, por tanto, la condición de la toma de consciencia de uno mismo como entidad diferente. Es igualmente el instrumento mediante el cual el individuo adquiere autonomía y distanciamiento en relación con el mundo de las cosas reales que pone «en sí», distintas de los conceptos que vehiculan su sentido, también distintas de las palabras o símbolos que actualizan los conceptos en la relación social de la comunicación.
Jacques Lacan

Vine a probar otro café, este sí me gustó. En la mesa de al lado se sentó una señora que se llama igual que ella: Mónica. El perfume que usaba, el libro sobre cartas a la madre, las nubes arcoíris, su nombre encarnado en otro cuerpo, otra persona, otro mundo, otra vida; de tantas maneras distintas se me ha aparecido en este viaje. Caer en cuenta de esto me lleva a otra realización, que es la de pensar en que, tal vez, no es el abrazo de él lo que tanto añoro, ni tampoco ni siquiera el mío, sino el de ella, que sé que nunca más voy a encontrar en esta forma. Lo sé porque lo he buscado, porque he creído encontrarlo –en A, sobre todo, pero también en mis amigas, en mi hermana (lo más cercano), en mi cama, en mis cuadernos, en mi escritura. Y, sin embargo, cuando digo abrazo no me refiero a ese cariñoso acercamiento corporal, sino a una sensación, una calidez, un respaldo, la tranquilidad de que pase lo que pase o haga lo que haga, ella, el lugar más seguro, va a seguir estando ahí, donde siempre, donde mismo. ¿Habrá mucho de egoísmo en esto? Cuando era más chica pensaba que eso no me importaba. Lo daba por sentado. Hoy siento que camino sobre arenas movedizas, y todos los derrames de esta llegan a la grieta.

Llenar la grieta de arena es acaso un intento desesperado por borrarla desde adentro hacia afuera, desde el interior hasta su superficie, sepultando todo su contenido...





Tal vez la grieta es la tierra,
tal vez es el mar.

Tal vez la grieta es lo posible,
tal vez es lo real.

Tal vez la grieta es su ausencia,
tal vez es su memoria.

Tal vez la grieta está en tu casa,
tal vez está en mi andar.

Tal vez la grieta es lo cierto,
tal vez es la verdad.

Tal vez la grieta no existe,
tal vez es la realidad.

Tal vez la grieta son las palabras,
tal vez es el pensar.

Tal vez la grieta es el Atlántico,
tal vez es cualquier lugar.